16 abril, 2016

Condiscípulos



El nombre de cortesía de mi maestro Ssu-chi era Hsiang. En el invierno de aquel mismo año lo acompañé al yamen de Fengxian. Allí tenía yo como condiscípulo a un tal Ku, que estaba aprendiendo el mismo oficio. Su nombre de cortesía era Chin-chien, su nombre literario, Hung-kan, y su apodo, Tzu-hsia. Oriundo de Suzhou, como yo, como persona era noble, leal, decidido, con una franqueza que detestaba las zalamerías. Era un año mayor que yo, y por esta razón yo lo llamaba “hermano mayor”, mientras que él se refería a mí invariablemente como “hermano menor”. Pronto nos volvimos inseparables; de hecho, jamás he tenido un amigo mejor. Desgraciadamente, murió a los veintidós años, y desde entonces me he sentido abatido y solo. Hoy en día, cuando ya tengo cuarenta y seis años y me siento a la deriva en este vasto océano de la vida, me pregunto si volveré a tener tanta suerte en esta vida como para encontrar un amigo tan verdadero como Hung-kan. Recuerdo que al principio de nuestra relación de profundo compañerismo estábamos henchidos de elevados sentimientos de juventud, hasta el punto de que solíamos hablar de irnos a vivir a la sierra para retirarnos del mundo.

Sheng Fu
Seis estampas de una vida a la deriva

 

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