11 abril, 2018

La noche cubana





HABANO

La noche y el trópico. Una noche espesa como levadura, y también cálida, más que cálida: envolvente. La noche se ha vuelto vestido. Cuerpo. Ciñe al ocioso que vaga por la ciudad despierta. La Habana, Trinidad, Santiago de Cuba. Ciudades de noche, de noches carnales salpicadas de música. Por todas partes. De música que llega, sale, rodea, magnetiza, invita, acaricia. La música y el baile, su harapo, que junta los cuerpos en el bar más insignificante, en el sitio más pequeño. Bebes mojitos echando la cabeza hacia atrás. Buscas las estrellas en el cielo, pero las estrellas están ahí mismo, junto a ti, en los ojos, los labios, los negros hombros perlados de sudor, los relucientes escotes, los muslos, en los que la ropa se pega y empapa. Voy por las calles a emborracharme de encuentros, bebiendo de pie en sonoros bares azules y verdes, o sentado en las escalinatas de blancas iglesias cerradas. La noche cubana huele a ron, sudor y habano, a las brasas de hornos improvisados en bidones de aceite lubricante donde se cuecen imaginativas pizzas sin tomate ni aceitunas. Unas chicas pasan riendo a carcajadas y el humo las sigue, enloquecido, e intenta conquistarlas con su olor a cacao tostado, chocolate tibio, hojas húmedas roídas por el fuego, alcohol añejo mimado en maderas nobles. Habanos. Farolillos de la noche, efímeros faros para marineros sin barco que entregan a los dedos que los sostienen y los labios que los besan su cuerpos ahusados, firmes y a la vez flexibles, cálidos y frescos, vegetales, vivos, mortales. Beber, bailar, fumar y seguir bebiendo, y seguir bailando, y fumar hasta el amanecer la incandescencia de un bosque ardiente, encerrarse en un paraíso de nubes que a veces huele a cuero o pieles, la de las mujeres o la de los lobos, a humus y pan tostado, y después, cuando la luz del alba disuelve las sombras nocturnas, como una gota de regaliz en un vaso de leche, acercarse al mar, que rompe contra el malecón. Olerlo con los ojos cerrados, exhausto, con los brazos abiertos, escuchar su pulso, que golpea los diques, y reír con las primeras risas de los niños que con el torso desnudo van corriendo a pescar.


Philippe Claudel

Aromas