Richard Redgrave - The Emigrant’s Last Sight of Home (1858)
Siempre éramos cuatro en la mesa: nuestro padre, nuestra madre y nosotros dos.
Nuestra madre se pasaba el día cantando. En la cocina, en el jardín, en el patio. También cantaba por la noche en nuestro cuarto, para que nos durmiéramos.
Nuestro padre no cantaba. A veces silbaba mientras partía leña para la cocina. Por la tarde, e incluso muy entrada la noche, le oíamos teclear en su máquina de escribir.
Era un ruido agradable y tranquilizador como una música, como la máquina de coser de nuestra madre, como el ruido de platos, como el canto de los mirlos en el jardín, como el viento en las hojas de la parra silvestre que teníamos en la galería o en las ramas del nogal que crecía en el patio.
El sol, el viento, la noche, la luna, las estrellas, las nubes, la lluvia, la nieve, todo resultaba maravilloso. No teníamos miedo de nada. Ni de las sombras ni de las historias que se contaban los adultos. Historias de guerra. Nosotros teníamos cuatro años.
Agota Kristof
Claus y Lucas