Aquella noche se quedaron en el sofá, con la luz encendida, y Ginia ya no trató de ocultarse. Habían acercado la estufa a la cama, pero lo mismo hacía frío; apenas Guido tenía tiempo de mirarla cuando Ginia debía volver a cubrirse. Pero lo más hermoso de todo fue pensar, abrazada a él, que eso era realmente el amor. Guido se puso de pie, desnudo, para servir un poco de vino y regresó brincando de frío. Dejaron los vasos sobre la estufilla, para calentarlos; Guido volvió sabiendo a vino, pero Ginia prefería el olor tibio de la piel.
Cesare Pavese
El hermoso verano