Stephane Passet - Mirando desde un puente en Beijing
Te das cuenta de repente de que la juventud, cuyo rastro andas buscando en vano, no se ha desarrollado forzosamente en un lugar determinado. ¿No ocurre lo mismo con lo que llamamos la tierra natal? Los humos azulados que flotan por encima de los tejados de teja de los pequeños pueblos, el crepitar del fuego que canta en los hornos de leña, los pequeños insectos casi transparentes, amarillos, de largas patas finas, los hogares en las casas de los montañeses y las colmenas de madera que cuelgan en la pared, cerradas con tierra, provocan en ti la nostalgia del terruño. He aquí la tierra natal que ves en sueños.
Por más que vivas en la ciudad, que hayas crecido en la ciudad, que hayas pasado casi toda tu vida en ella, sigues sin poder considerar las ciudades como tu tierra natal. Tal vez porque son demasiado gigantescas, todo lo más un rincón, una habitación, un instante pueden despertar en ti un recuerdo. Y es tan sólo en estos recuerdos donde puedes protegerte sin sufrir heridas. A fin de cuentas, en este mundo inmenso, no eres más que una gota de agua en el mar, débil y minúscula.
Debes saber que lo que buscas en este mundo es raro, tu avidez es exagerada. Todo cuanto puedes obtener en definitiva son vagos recuerdos, indistintos como tus sueños, nunca recuerdos que puedan valerse de las palabras. Cuando quieres contarlos, no quedan más que frases bien ordenadas, algunos fragmentos pasados por la criba de las estructuras del lenguaje.
Gao Xingjian
La montaña del alma
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