foto de Germán García (AFP/Getty Images)
En Berlín empezaba para mí una aventura inesperada: la aventura de la juventud... Ahora ya sé que la juventud no puede medirse en términos temporales porque se trata de un estado cuyo principio y cuyo final no pueden ser determinados por fechas concretas. La juventud no comienza con la pubertad ni termina un día en concreto, por ejemplo, cuando cumplimos cuarenta años o cualquier tarde de domingo a las seis. La juventud es una percepción singular de la vida, en absoluto «tormentosa», que llega cuando menos lo esperamos, cuando no estamos preparados, ni siquiera avisados. Es un estado triste, puro y altruista. Te arrastran unas fuerzas que no desafías. Sufres, te avergüenzas, desearías que se acabase pronto, desearías ser «adulto», llevar barba y bigote tupidos, tener tus propios principios y tus propios recuerdos, crueles e inequívocos. Un día te despiertas y te das cuenta de que las luces que te rodean han cambiado y los objetos y las palabras han adquirido un significado diferente. Según los datos reflejados en tu pasaporte y las reservas energéticas de tu cuerpo sigues siendo joven, quizá aún no te hayas convertido en hombre en el verdadero sentido de la palabra, en un hombre lleno de desengaños. Sin embargo, la primera juventud, ese adormecimiento, ese estado inocente y malhumorado, ya se ha acabado. Ha empezado algo nuevo, ha terminado una etapa importante de tu vida. Te despiertas de un hechizo y te sorprendes. Es un sentimiento de après que no se parece a ninguna otra experiencia corporal previa, un sentimiento con un fuerte componente de amargura y desilusión. Mientras dura, la juventud es una época en la que casi nadie puede hacernos daño.
Sándor Márai
Confesiones de un burgués
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