Mark Horst - Quiet places Nº 20 (2013)
Frente a nosotros se abría la tarde que se iba, una región del día que llegaba imponente y vulnerable; después de recorrer el aire unos instantes avanzamos y quedamos acodados sobre la baranda, una especie de estaño en el que sólo podríamos beber esos minutos tan raros que se alargan, como si se escurriera el resumidero del horizonte desde mi balcón, una línea quebrada y superpuesta de edificios. Nos quedamos así unos minutos sobre la copa del paraíso que crecía en la vereda, los pájaros volvían con un vuelo tranquilo y hasta a algunos podíamos verles los lomos cuando se acercaban. Entonces tu meñique derecho se subió a mi meñique izquierdo, nos quedamos así, creo que los dos sonreíamos un poco, pero esa sonrisa era una marca múltiple que también daba cuenta de la pena. No sabía qué, no tenía idea de qué sucedía, más que estar pasmados por ese trecho gradual en que la oscuridad lentamente se impone y convoca al silencio. Ahí estuvimos, creo que mi cabeza era un tonel vacío en el que estaban todas las respuestas: que te quedes conmigo para siempre, que me dejes, que sueltes todo, que abras los brazos y me recibas, que no hubieras aparecido, que mi vida sea un poco más idiota, que pueda mezclarme con la gente y hacer parejas como sociedades de beneficios mutuos, que me dejes, que te vayas para siempre, que tus hijos me reclamen, que te mueras. Que te quedes conmigo para siempre.
Julián López
La ilusión de los mamíferos
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