09 febrero, 2008

Un lugar donde vivir


Ernst Fuchs - El cielo de Satán (1954)



¿Cómo podrían entenderlo, teniendo como tienen los pies sobre un pavimento sólido, rodeados de vecinos amables siempre dispuestos a agasajarlos o auxiliarlos, caminando delicadamente entre el carnicero y el policía, viviendo bajo el santo terror del escándalo, la horca y los manicomios? ¿Cómo poder imaginar entonces a qué determinada región de los primeros siglos pueden conducir los pies de un hombre libre en el camino de la soledad, de la soledad extrema donde no existe policía, el camino del silencio, el silencio extremo donde jamás se oye la advertencia de un vecino generoso que se hace eco de la opinión pública? Estas pequeñas cosas pueden constituir una enorme diferencia. Cuando no existen, se ve uno obligado a recurrir a su propia fuerza innata, a su propia integridad. Por supuesto puede uno ser demasiado estúpido para desviarse... demasiado obtuso para comprender que lo han asaltado los poderes de las tinieblas. Estoy seguro, ningún tonto ha hecho un pacto con el diablo sobre su alma; puede que el tonto sea demasiado tonto, o el diablo demasiado diablo, no lo sé. O puede ser uno una criatura tempestuosamente exaltada y quedar sordo y ciego para todo lo demás, menos para las visiones y sonidos celestiales. Entonces la tierra se convierte en una estación de tránsito... Si es para bien o para mal, no pretendo saberlo. Pero la mayor parte de nosotros no somos ni una cosa ni otra. La tierra para nosotros es un lugar donde vivir, donde debemos llenarnos de visiones, sonidos, olores; donde debemos respirar un aire viciado por la carne podrida de un hipopótamo, por así decirlo, y no contaminarnos. Y entonces, ¿lo ven?, entra en juego la fuerza personal, la confianza en la propia capacidad para cavar un agujero oculto donde esconder la materia esencial, el poder de devoción, no hacia uno mismo sino hacia el trabajo oscuro y aplastante. Y eso es bastante difícil. Creanme, no trato de disculpar, ni siquiera explicar, trato sólo de ver al señor Kurtz... a la sombra del señor Kurtz.

Joseph Conrad
El corazón de las tinieblas

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