En el terreno que existía entre las primeras líneas, este paradójico efecto de destrucción alcanzaba una intensidad casi mística. Lo llamaban la tierra de nadie, y es dudoso que la creación haya alcanzado en otro lugar un estado de indigencia más vertiginosa. Cuerpos y objetos -la naturaleza misma- yacían allí en una inmovilidad sin límites, fuera del tiempo y del espacio, donde parecía haberse concentrado toda la muerte disponible. Habría que preguntarse cómo era posible hasta el hecho mismo de posar la mirada en aquel fragmento del apocalipsis; y pese a ello hay que imaginarse que en aquel paisaje se despertaron millones de hombres, durante días, y meses, y años; y eso debería llevarnos a intuir el horror inenarrable que debió de paralizarlos, en todos y cada uno de los instantes de su lucha, más allá de cualquier límite tolerable, hasta llevarlos, tal vez, a considerar hasta qué punto la muerte individual, la menuda muerte de un hombre, su muerte, era al fin y al cabo un incidente accesorio, casi una consecuencia natural, dado que ellos estaban en la muerte desde hacía ya tiempo, la respiraban desde hacía una eternidad y, en definitiva, estaban contagiados por ella ya antes de haber sido por ella golpeados, como llegó a pensar Ultimo, en el frente, descubriendo que en otro lugar la muerte sería un acontecimiento, pero allí era en cambio una enfermedad, de la que resultaba inimaginable curarse. Saldremos de aquí vivos, pero seguiremos muertos para siempre, decía.
Alessandro Baricco
Esta Historia
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