29 septiembre, 2007

Tiempos sin poesía

Pero aquella fraternidad, la de los hombres en guerra, nunca más volverían a sentirla. Era como si remotas razones del corazón se hubieran liberado para ellos bajo el abrigo del sufrimiento, descubriéndolos capaces de sentimientos maravillosos. Sin decírselo, se querían, y ésa les parecía, simplemente, la mejor parte de sí mismos: la guerra la había liberado. Era, por otra parte, justamente eso lo que habían ido a buscar, cada uno a su manera, al realizar ese gesto hoy incomprensible que había sido querer la guerra. Todos habían respondido, instintivamente, a una precisa voluntad de escaparse de la anemia de su juventud –querían que se les devolviera la mejor parte de sí mismos. Estaban convencidos de que existía, pero que era prisionera de tiempos sin poesía.


Sergei Mikhailovich Prokudin-Gorskii
Primera Guerra Mundial - 1915 - prisioneros austríacos

Era así como se encontraban con aquella especie de fraternidad, y era eso lo que habían buscado. Era la muerte, y el miedo, lo que les hacía sentir de esa forma -sin duda alguna- pero también tenía algo que ver aquella ausencia, hasta donde alcanzaba la vista, de niños y mujeres -una situación surrealista de la que ellos deducían una euforia bastante particular, casi fundacional. Allí donde no hay ni hijos ni madres, tú eres el Tiempo, sin antes ni después. Y allí donde no hay ni amantes ni esposas, tú eres de nuevo animal, e instinto, y puro estar. Experimentaban la primitiva sensación de ser, simplemente, machos -algo que tal vez hubieran notado apenas en los ritos de compañerismo de la adolescencia, o en fugaces veladas en un burdel. En la guerra todo era más verdadero, y completo, ya que en el obligado gesto de luchar esa identidad pura de animales machos hallaba su consumación y, por decirlo de algún modo, se cerraba sobre sí misma, dibujando la inabordable figura de una esfera perfecta. Eran machos, liberados de cualquier responsabilidad procreativa, y desligados del Tiempo. Luchar -eso no parecía ser más que una consecuencia.

Dado que, por regla general, no es posible percibir con tal pureza la simplicidad absoluta de una identidad propia, muchos consiguieron una ebriedad eufórica y una inesperada consideración hacia sí mismos. Compartían, al margen de la cotidiana atrocidad de la trinchera, esa sensación de que se trataba de vida en estado puro, de formaciones cristalinas de una humanidad llevada a su primitiva simplicidad. Diamantes, heroicos. Esa sensación no se la podrían haber explicado a nadie, pero cada uno de ellos la reconocía en la mirada del otro, como en un espejo -y así la hacía suya, y era el secreto en el que cimentaban su propia camaradería. Nada habría podido romperla. Era la mejor parte de ellos, y nadie se la arrebataría.

Durante mucho tiempo, más adelante, los supervivientes la buscarían en la vida normal, en los días de paz, pero sin hallarla. Tanto fue así que al final llegarían a reconstruirla, en laboratorio, en la fraternidad de una utopía política que elevaba sus recuerdos a ideología, y militarizaba la paz, y las almas, buscando, por caminos atroces, la parte mejor de todos. Entregaron así a buena parte de Europa la experiencia de los fascismos -muchos creían honestamente que estaban enseñando en sus aldeas la pureza que habían aprendido en las trincheras. Pero la geométrica precisión con que ese experimento los acabó llevando a otra guerra -falenas hacia la luz- explica ante los ojos de la posteridad lo que ellos tal vez supieran, pero no querían admitir: que sólo en el olor del matadero podría llegar a hacerse real lo que para ellos era recuerdo y sueño. Cómo seres humanos avisados hayan podido entrar en guerra nuevamente, veintiún años después de la Primera Guerra Mundial, y muchos de ellos en el arco de una misma vida, es algo que debe hacemos reflexionar sobre lo muy deslumbrante que debió de ser, allí en la podredumbre de las trincheras de la Somme o del Carso, aquella sensación de fraternidad primordial -se diría que era el anuncio de una humanidad verdadera. No fue posible abstenerse de aguardarla en cuanto hubo estallado la paz.
Pero la paz, eso sí que era algo complicado.

Alessandro Baricco
Esta Historia

2 comentarios:

Meri Pas Blanquer (Carmen Pascual) dijo...

Nos vas a dejar para siempre sin este hermoso blog???


no por favorrrrrrrrrrrr, vuelve!!!

Marxe dijo...

No entiendo. Si nunca me fui...
¿No ves las actualizaciones?
Saludos.